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lunes, 7 de enero de 2013

Vivir sólo cuesta vida


Desde aquella remota tarde de 2002, la palabra Jazmín para Tomás dejó de aludir a una simple flor o a un nombre más del montón. Desde aquel verano en Cabo Polonio, Tomás supo que aquella mujer, que se deslizaba sutilmente por la playa, era la persona que estuvo esperando durante toda su vida, como quien encuentra su brújula en el desierto.
El bello atardecer oficiaba de testigo cómplice. Era muy delator. No pudo evitar que sus ojos se nublaran con la atractiva silueta de guitarra de esa dama, que su mirada se encandilara por su prestancia al caminar. Jazmín era ese tren que pasa una sola vez por la vida. Y tenía atributos para subir a ese viaje. Lo sabía muy bien. 

Todos los veranos son un cheque en blanco para el amor, para aquellas vitales locuras amorosas. Pero de ahí a marcar un antes y un después en la historia de una persona hay un largo trecho. Que Tomás supo saltar con la habilidad de un trapecista: se pusieron de novios instantes después del primer beso. El flechazo fue mutuo, compartido. Como sentir morir la rutina y renacer la vida.
Ya de regreso a Rosario ambos decidieron convivir en un departamento con vista al río. El Paraná siempre inspira para la poesía, para la música diaria. Pero su libreto se hizo cenizas con el calor de enero de 2012. Las cosas ya no fluían con la misma densidad. Por alguna razón, hasta ese momento insospechable, Jazmín convivía con la molestia. Estaba rara, se desmayaba con frecuencia, había perdido 5 kilos en dos semanas y vomitaba todo lo que ingería.
Tomás, imbuido de desesperación y preocupación, la llevó de inmediato al hospital más cercano de la zona. Le hicieron muchos estudios. Tardaron un mes en analizarlos y conocer el diagnóstico, mientras Jazmín se desmejoraba físicamente.
“Cáncer de páncreas”, la palabra del doctor fue dura y directa como cross de boxeador. Y con urgencia, ordenó su internación clínica. Tomás le pidió más detalles sobre el cuadro médico de Jazmín, pero la dicha ya lo había abandonado hace tiempo. Sólo le dijo que se fuera a descansar y que regresara a primera hora de la mañana siguiente. Aunque a veces el destino juega con cartas que no están en nuestro mazo.
A la madrugada del día posterior una llamada lo despertó abruptamente de su sueño y le comunicó que se dirigiera con apremio a la clínica. No quería escuchar a su intuición pero fue imposible. Al llegar, no lo dejaron pasar rápidamente, primero se acercó a él un psicólogo y luego el doctor. No quería darse cuenta pero ya presentía todo. Con lágrimas en los ojos y acompañado de los profesionales, entró a la habitación.
La escena quedó petrificada en su mente, imborrable: la encontró inmóvil, recostada sobre la camilla y tapada por una túnica blanca. Aquel torbellino de alegría y hermoso cascabel, plagado de vida, yacía ahora inerme y pálida. Sabia metáfora de la vida: ser o no ser en una minúscula fracción de segundos. La causa: un paro cardíaco. 

No había nada más que hacer. Su sol se había apagado para siempre. Se alejó de todos. Buscó un lugar en la oscuridad de la madrugada donde pudiera estar solo, y gritó. Gritó bien fuerte. Estaba confundido, desorientado. Como si su cuerpo estuviese separado de su mente. Como si su realidad estuviese totalmente abstraída del tiempo y del espacio.
Era un manojo inenarrable de bronca, enojo y dolor. Por un instante, se odió profundamente. Se halló culpable y sintió un golpe brusco en el pecho, como si se quedase sin respiración. Una angustia similar a la que padece un guerrero cuando se sabe derrotado.
Sin embargo, había algo en su espíritu y fortaleza que todavía resistía. Aunque le costó recuperarse, inmiscuido en el frío que propicia la soledad de un parque a medianoche, sintió un leve alivio. El silencio fue su mejor aliado, actuó como puente reparador. 
No pensó, sintió. Intentó lo utópico: suprimir la razón para escuchar solamente a su corazón. Y lo logró. Por unos segundos, lo logró. Se olvidó del mundo, de todo aquello que lo rodeaba. Y se conectó solamente con los mejores recuerdos de Jazmín que lo abrazaban profundamente, como ya no se abrazan las personas.  
Inmediatamente, su pecho se infló de orgullo. Ese mismo dolor que antes lo ahogaba paradójicamente ahora le daba aire para recuperar el aliento, el hálito. Rememoró todas las maravillosas cosas aprendidas de aquella mujer que había elegido como madre de sus hijos. Y se sintió satisfecho. Se alegró por haber vivido, con quien ahora se convertía en su estrella favorita del cielo, la experiencia más hermosa que te puede regalar la vida: el amor.
Plenamente tendido sobre el césped de la plaza, inclinó su cara apuntando hacia la claridad del nuevo día que asomaba. "Adiós, Jazmín. Adiós mi amor", dijo en voz alta; y se permitió llorar. Entendió que la vida fluye como el agua de un río que desciende segura de su origen. Comprendió que los sentimientos fluyen como la risa incontenible, esa que contagia y permanece en la sangre, y que eleva las almas hasta la esencia de la felicidad.
Miró nuevamente hacia el cielo pero ahora con una sonrisa cómplice. Y como quién escupe algo inaguantable en su garganta, vociferó: “Es verdad cariño mío, el tiempo fluye y todo cambia. Río, tiempo, cambio. El tiempo, corre, corre, corre. Y cada día se cumple la profecía: morir para renacer. Gracias por enseñármelo”. Suspiró, por último, con la convicción de haber cumplido su misión en la vida. Se levantó del piso y empezó a caminar. 

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