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martes, 8 de enero de 2013

La telaraña de los prejuicios


Era una lluviosa noche de invierno de la esplendorosa París de 1920. Charlotte de Pardieu y Albert Costeau, dos jóvenes promesas de la literatura francesa, emprendieron viaje rumbo al Mar Mediterráneo sin mayores preocupaciones. No sabían exactamente cual iba a ser su destino final. Al igual que en sus obras poéticas nada estaba preestablecido. Sólo una condición era esencial en sus aventuras: una mini e itinerante biblioteca. Los libros de Hernest Hemingway y Marcel Proust eran ya como una extremidad más de sus cuerpos.
 Fieles al espíritu de la Belle époque, su romance se alejaba de las tradicionales y restrictivas formas de pensar y vivir aristocrático. A Charlotte no le gustaba tener los pies sobre la tierra por eso centraba su vida en las imaginaciones de sus sueños. Siempre le clamaba a Albert la misma frase: “¿Por qué contentarnos con vivir a rastras cuando sentimos el anhelo de volar?”. Y en esa sintonía, decidieron un viernes a última hora pasar un fin de semana absolutamente solos y lejos del pujante movimiento político que se vivía en la capital parisina.
 Libres y tranquilos. Así, disfrutaban del precioso momento que les regalaba el paisaje y la ténue niebla que los rodeaba y envolvía como una auréola. La postal era paradisíaca, perfecta. Pero de pronto, sintieron un fuerte llamado de entre las tinieblas que interrumpió su reposo:
- ¡Hey… frenen!- Fue tan inesperado el grito, que la sorpresa les impidió contestar en seguida. 
- ¡A ustedes!- Otra vez se volvió a oír el mismo sonido curiosamente gutural e inhumano que los llamaba desde alguna parte del mar tenebroso.
- ¡Eh! –gritó Albert, después de reponerse del susto- ¿Quién es? ¿Qué quiere? 
- No tengan miedo, no soy más que un mísero anciano- contestó la extraña voz.
- ¿Qué necesita? – repreguntó Albert, mientras Charlotte parecía haberse quedado muda.
 Pasaron unos minutos y no hubo respuesta. Entonces, ambos se acercaron rápidamente a la bitácora y sólo regresó Albert con una lámpara encendida. Se aproximó de nuevo al costado de su borda y proyectó el haz de luz amarilla hacia la silenciosa inmensidad del horizonte. Al hacerlo, sintió otro grito leve y sofocado, y luego un chapoteo como si alguien acabase de sumergir los remos precipitadamente. Pese a ello, no volvió a ver al hombre, sólo vislumbró una sombra en el agua que se diluyó inmediatamente. 
- ¿Qué broma es ésta?- exclamó. 
Otra vez el silencio se apoderó de la escena. Charlotte, ya fastidiada, se dirigió abruptamente hacia a donde estaba Albert y le suplicó:
- ¡Vámonos! Es un desconocido que nos puede estar mintiendo para hacernos algún daño.
 Pero Albert insistió por última vez:
- ¡Oiga señor, a donde quiera que esté! Todo esto es muy confuso, acercarse hacia nosotros de esta manera, en medio del bendito Mediterráneo y sin decir nada. ¿Cómo podemos confiar en usted y saber qué quiere?
- Lo siento... ¡Lo siento! -contestó, luego de varios minutos- No quería molestarlos, pero es que tengo hambre..., y ella también- señaló, luego de una larga pausa, hacia su izquierda en donde dormía una menuda niña de 11 años.
 Ambos atónitos y desentendidos miraron hacia el lugar señalado. Luego, Charlotte reaccionó y con una voz entrecortada le pidió a Albert que vaya a buscar las provisiones guardadas en la embarcación.
- El pobre hombre junto a su niña naufragando desesperadamente en busca de comida y yo desconfiando de su buena fé- se replanteó Charlotte mientras Albert regresaba con los víveres y se los ofrecía al mendigo:
- Coge toda la comida que quieras.
- No.... no puedo -repuso el anciano- No me atrevo a agarrarla yo mismo, ni siquiera tengo dinero para pagársela.
-Eso no importa –dijo Albert- Toma todo lo que precises.
 Nuevamente, el hombre se negó a asir la comida él mismo. De inmediato intervino Charlotte y colocó al lado de sus pies, el recipiente con todas las provisiones. 
- Gracias… -murmuró tímidamente y exclamó- ¡Pero todo esto es demasiado, llévense algo para ustedes también!
- No te preocupes por nosotros. Sólo disfruta con la niña de una buena cena- se despidió Charlotte mientras Albert iniciaba el regreso.
 Reflexivos y practicamente sin hablar se alejaron del lugar. La noche había quedado atrás y el sol comenzaba a destellar sus primeros rayos. Albert manejaba sereno y Charlotte miraba fijamente el mar como abstraída e inmiscuida en sus sonidos. Luego, sacó sus apuntes y comenzó a escribir. Las voces de la naturaleza siempre la inspiraban.
Después de dos horas sin mediar palabra, se levantó y dirigió eufóricamente hacia a donde estaba Albert. Lo besó apasionadamente y le dijo:
- Terminé de escribir un ensayo con el título de una hermosa frase de Voltaire.
-¿Qué frase?- replicó Albert.
-"Los prejuicios son la razón de los tontos", concluyó Charlotte con la convicción de haber aprendido algo aquella noche. 

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