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miércoles, 26 de febrero de 2014

Libertad

¿Hasta dónde llega el límite de nuestra libertad? ¿Hasta dónde somos realmente libres? ¿Hasta dónde nos creemos, en ciertas ocasiones, nuestro propio autoconvencimiento y conformismo de la realidad? Porque una cosa es lo que uno hace y otra lo que quiere hacer. No es lo mismo lo que uno dice que lo que quiere decir, y lamentablemente la mayoría de las veces gana lo primero. ¿Hasta dónde nos sentimos fehacientemente libres? Pero no ya del exterior y de sus innumerables miserias, sino de nuestras propias ataduras. De nuestros propios fantasmas profundamente escondidos, pero vivamente latentes. 
¿Es libre aquel que, teniendo nada menos que toda su voluntad a disposición, se rehúsa a ser feliz por miedo al prejuicio propio o al rechazo ajeno? ¿Cómo dimensionar la textura y el volumen de nuestra libertad? 
Te pusiste a pensar por un instante: ¿Cuántos metros tiene tu libertad? ¿O con cuántos hechos la medís? ¿O con qué la medís, con qué la definís? 
El concepto de libertad es por sí mismo encantador, perfecto. Pero ¿quién lo práctica a conciencia permanentemente? Afortunados y privilegiados aquellos que se lanzan a la vida librados de todo pasado y complejo. 
A veces estamos tan cerca de ese preciado objeto de deseo que terminamos embelesados. Inmóviles. Narcotizados. Lo miramos deslumbrados e impávidos, mientras el tiempo se lleva oportunidades de nuestro casillero que no regresan más. A veces vemos pasar la vida por nuestra puerta y la saludamos sentados, víctimas de la cobardía. De la ausencia de coraje para enfrentar luego todo lo que trae y vuelca esa marea inmensa, pero salvadora de las grandes decisiones.
Uno termina encontrando el peine de la vida cuando te empezás a quedar pelado. Cuando los pelos de tanto enredarse se cayeron todos. Por eso, la lucha es continua y a contrarreloj para evitar que sea demasiado tarde. Porque no siempre te duele una persona en todo el cuerpo. No siempre se siente una piel sin tocarla. No siempre una boca es creadora y artesana de todos nuestros suspiros.
Necesito una señal. Necesito un puente... necesito que en los sueños me devuelvas los abrazos. Necesito encontrarme cara a cara y gritarme: sé valiente por primera vez. Sino quizás sí sea demasiado tarde.

jueves, 6 de febrero de 2014

Hamlet, de William Shakespeare

(...) Ser o no ser, esa es la cuestión: si es más noble para el alma soportar las flechas y pedradas de la áspera Fortuna o armarse contra un mar de adversidades y darles fin en el encuentro. Morir: dormir, nada más. Y si durmiendo terminaran las angustias y los mil ataques naturales herencia de la carne, sería una conclusión seriamente deseable. Morir, dormir: dormir, tal vez soñar. Sí, ese es el estorbo; pues qué podríamos soñar en nuestro sueño eterno ya libres del agobio terrenal, es una consideración que frena el juicio y da tan larga vida a la desgracia. Pues, ¿quién soportaría los azotes e injurias de este mundo, el desmán del tirano, la afrenta del soberbio, las penas del amor menospreciado, la tardanza de la ley, la arrogancia del cargo, los insultos que sufre la paciencia, pudiendo cerrar cuentas uno mismo con un simple puñal? ¿Quién lleva esas cargas, gimiendo y sudando bajo el peso de esta vida, si no es porque el temor al más allá, la tierra inexplorada de cuyas fronteras ningún viajero vuelve, detiene los sentidos y nos hace soportar los males que tenemos antes que huir hacia otros que ignoramos? La conciencia nos vuelve unos cobardes, el color natural de nuestro ánimo se mustia con el pálido matiz del pensamiento, y empresas de gran peso y entidad por tal motivo se desvían de su curso y ya no son acción. – Pero, alto: la bella Ofelia. Hermosa, en tus plegarias recuerda mis pecados.

domingo, 2 de febrero de 2014

Anhelo

Mélanie Laurent en Bastardos sin gloria
de Quentin Tarantino.
El anhelo de permanecer como ella. Olvidarme de que hay un mundo constante de interrupciones. Perderme en mí para encontrarme con un libro. Y volver a nacer.