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miércoles, 11 de julio de 2012

Vivir sólo cuesta vida


Desde aquella remota tarde del 2002, la palabra Jazmín para Tomás dejó de aludir a una simple flor o a un nombre más del montón. Desde aquel verano en Pinamar, Tomás supo que aquella mujer, que se deslizaba sutilmente por la playa, era la persona que estuvo esperando durante toda su vida, como quien encuentra su brújula en el desierto.
Amor_en_playa.jpgCuando la vio en ese bello atardecer sus ojos se nublaron. Quedó encandilado por su atractiva silueta de guitarra y su prestancia al caminar. Desde entonces Tomás sintió la certeza de que Jazmín, era ese tren que no pasa dos veces por la vida. Y no desperdició la oportunidad, tenía atributos para aprovechar la circunstancia.
Ni él se lo podía creer, pero entre tantas idas y venidas, conquistó su corazón. Ese mismo verano se pusieron de novios en las vacaciones más románticas de sus vidas. El flechazo fue mutuo e instantáneo. A partir de esas semanas sintieron, por primera vez, que realmente estaban vivos.
Ya de regreso a Rosario ambos decidieron convivir en un departamento con vista al río. Pasaron diez años de amor hasta enero del 2012. En esos últimos días, Jazmín se sentía molesta. Estaba rara, se desmayaba con frecuencia, había perdido 5 kilos en dos semanas y vomitaba todo lo que ingería.
Tomás se asustó y la llevó de inmediato al hospital más cercano de la zona. Le hicieron muchos estudios. Tardaron un mes en analizarlos y conocer el diagnóstico, mientras Jazmín se desmejoraba físicamente.
“Cáncer de páncreas”, la palabra del doctor fue dura y directa como trompada de boxeador. Y de inmediato, ordenó su internación clínica. Tomás le pidió más detalles sobre el cuadro de Jazmín al médico pero no tuvo éxito. Sólo le dijo que se fuera a descansar y que regresara a primera hora de la mañana siguiente. Pero, a veces, el destino juega con cartas que no están en nuestro mazo.
A la madrugada del día posterior una llamada lo despertó abruptamente de su sueño, y le comunicó que se dirigiera de urgencia a la clínica por una descompensación que había sufrido su pareja. Al llegar, no lo dejaron pasar rápidamente, primero se acercó a él un psicólogo y luego el doctor. No quería darse cuenta pero ya intuía la situación. Con lágrimas en los ojos y acompañado de los profesionales entró a la habitación.
La escena quedó petrificada en su mente: la encontó inmóvil, recostada sobre la camilla del hospital y tapada por una túnica blanca. Aquel torbellino de alegría y hermoso cascabel plagado de vida, yacía ahora inerme y pálida. La causa: un paro cardíaco. No había nada más que hacer. Su sol se había apagado para siempre.
Se alejó de todos. Buscó un lugar en la oscuridad de la noche donde pudiera estar solo, y gritó. Gritó bien fuerte. Estaba confundido, desorientado. Como si su cuerpo estuviese separado de su mente. Como si su realidad estuviese totalmente abstraída del tiempo y del espacio.
Era un manojo inenarrable de bronca, enojo y dolor. Por un instante, se odió profundamente. Se halló culpable y sintió un golpe brusco en el pecho, como si se quedase sin respiración. Una angustia similar a la que padece un guerrero cuando se sabe derrotado.
Pero había algo en su espíritu y fortaleza que todavía resistía. Aunque le costó recuperarse inmiscuido en el frío que propiciaba la soledad de un parque a medianoche, sintió un leve alivio. El silencio fue su mejor aliado y ofició como puente reparador. 
No pensó, sintió. Intentó suprimir la razón para escuchar solamente a su corazón. Y lo logró. Por unos segundos, se olvidó del mundo, de todo aquello que lo rodeaba, y se conectó solamente con los mejores recuerdos que atesoraba de Jazmín.  
Inmediatamente, su pecho se infló de orgullo. Ese mismo dolor que antes lo ahogaba ahora le daba aire para recuperar el aliento. Rememoró todas las maravillosas cosas aprendidas de aquella mujer que había elegido como madre de sus hijos, y se sintió satisfecho. Se alegró por haber vivido con esa gran persona, que ahora se convertía en su estrella favorita del cielo, la experiencia más hermosa que te puede regalar la vida: el amor.
Plenamente tendido sobre el césped de la plaza, inclinó su cara de mirada perdida apuntando hacia la claridad del nuevo día que asomaba. Adiós, Jazmín, adiós. Dijo en voz alta; y se permitió llorar. Entendió que la vida fluye como el agua de un río que desciende segura de su origen. Comprendió que los sentimientos fluyen como la risa incontenible, esa que contagia y permanece en la sangre, y que eleva las almas hasta la esencia de la felicidad.
Miró nuevamente hacia el cielo pero ahora con una sonrisa cómplice. Y como quién escupe algo inaguantable en su garganta, vociferó: “Es verdad cariño mío, el tiempo fluye y todo cambia. Río, tiempo, cambio. El tiempo, corre, corre, corre. Y cada día se cumple la profecía: morir para renacer. Gracias por enseñármelo y permitirme vivir la más bella historia de amor”. Suspiró, por último, como quién tiene la convicción de ya haber cumplido su misión en la vida. Se levantó del piso y empezó a caminar.